Mi mente es un habitáculo pequeño: cuatro paredes sostenidas por unos tabiques y con un par de ventanales. Una robusta puerta blindada custodia mis ideas, convicciones, pensamientos, manías, sueños, miedos y deseos. Todo el escueto mobiliario y objetos que la componen forman un caos en el que, a veces, puedes sentir vacío (y eso que no queda un sólo centímetro cuadrado libre de basura).
Antes entraba muchísima luz por las ventanas: los rayos de un sol tímido desperezándose inundaban de forma constante la mitad de la habitación. A través de ellas se podía ver la naturaleza, verdes árboles que servían de refugio a las intermitentes aves migratorias y a los pájaros afincados de forma permanente. Sin embargo, las cerraduras estaban atrancadas y era imposible abrirlas.
La pintura de la pared se caía a trozos. Escamas blancas se iban desconchando, desteñidas, hasta caer rendidas en el suelo lleno de objetos inservibles, polvo y restos de comida. La culpa es de la humedad, pensaba. Aunque afuera llovía poco, siempre que lo hacía causaba estragos. Y cuando no, también. Seguramente no era a causa de la lluvia. Como tampoco lo eran las grietas de los tabiques que soñaban con ser hiedra.
Ahora no es así. No entra tanta luz, y la que traspasa los nubarrones de tormenta brilla como el sol del mediodía. Aunque sólo unas horas al día: la lucidez escasea. Los árboles siguen ahí afuera, algo más pelados, es la herencia que deja frío y el cambio de estación. Últimamente siempre es otoño. Las aves van finalizando sus visitas, y los pocos huéspedes permanentes se esconden del viento.
He conseguido abrir las ventanas. Era cuestión de amor y no de exigencia - siempre es mejor maña que fuerza. Huele menos a humedad. El viento huracanado que suele irrumpir por las noches ha secado el interior: es un otoño seco. El polvo y la basura se han atrincherado en el rincón y han dejado en paz el hueco de debajo de la cama.
He cubierto todo de plástico. He arrancado la pintura de la pared y me he manchado las manos de masilla. Le he dado dos capas del color más cálido posible, uno que me recuerda a verano. He reordenado mis esquemas: cada pequeño caos ha encontrado su universo paralelo. He puesto en marcha la cafetera, quiero que huela siempre a café. He colgado una pizarra llena de fotos, y en la pared de enfrente, otra con mis sueños. He cogido una manta más caliente y he dejado tu libro de cabecera sobre mi almohada.
Te he dejado tu copia de la llave de mi mente debajo de la alfombrilla. Ponte cómoda, deja tus zapatos en la entrada.
Antes entraba muchísima luz por las ventanas: los rayos de un sol tímido desperezándose inundaban de forma constante la mitad de la habitación. A través de ellas se podía ver la naturaleza, verdes árboles que servían de refugio a las intermitentes aves migratorias y a los pájaros afincados de forma permanente. Sin embargo, las cerraduras estaban atrancadas y era imposible abrirlas.
La pintura de la pared se caía a trozos. Escamas blancas se iban desconchando, desteñidas, hasta caer rendidas en el suelo lleno de objetos inservibles, polvo y restos de comida. La culpa es de la humedad, pensaba. Aunque afuera llovía poco, siempre que lo hacía causaba estragos. Y cuando no, también. Seguramente no era a causa de la lluvia. Como tampoco lo eran las grietas de los tabiques que soñaban con ser hiedra.
Ahora no es así. No entra tanta luz, y la que traspasa los nubarrones de tormenta brilla como el sol del mediodía. Aunque sólo unas horas al día: la lucidez escasea. Los árboles siguen ahí afuera, algo más pelados, es la herencia que deja frío y el cambio de estación. Últimamente siempre es otoño. Las aves van finalizando sus visitas, y los pocos huéspedes permanentes se esconden del viento.
He conseguido abrir las ventanas. Era cuestión de amor y no de exigencia - siempre es mejor maña que fuerza. Huele menos a humedad. El viento huracanado que suele irrumpir por las noches ha secado el interior: es un otoño seco. El polvo y la basura se han atrincherado en el rincón y han dejado en paz el hueco de debajo de la cama.
He cubierto todo de plástico. He arrancado la pintura de la pared y me he manchado las manos de masilla. Le he dado dos capas del color más cálido posible, uno que me recuerda a verano. He reordenado mis esquemas: cada pequeño caos ha encontrado su universo paralelo. He puesto en marcha la cafetera, quiero que huela siempre a café. He colgado una pizarra llena de fotos, y en la pared de enfrente, otra con mis sueños. He cogido una manta más caliente y he dejado tu libro de cabecera sobre mi almohada.
Te he dejado tu copia de la llave de mi mente debajo de la alfombrilla. Ponte cómoda, deja tus zapatos en la entrada.
Lo que a ti te ata a mí me cura el desarraigo.
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