No sé
distinguir si me empacho de promesas. Sé que me puedo vender, e incluso regalar
por unos cuantos abrazos pactados. Empiezo a desvariar a partir del cuarto beso
envenenado. Pero no digo nada porque sí. Prefiero dejarle pocas oportunidades
al azar. No me tomo las cosas a la ligera.
Hay veces que no sé qué pensar. Cuando fumas, mirando a través de la ventana,
algo no me cuadra. Se nos escapa. No puede ser que después de tanto, quede tan
poco. Tan poco como que te esfumas a cada calada. Tardes enteras
desperdiciadas, pensando que eras para siempre. Que detrás de cada victoria,
cada llanto, cada risa y cada derrota, estarías. Pero, ¿quién iba a saberlo?
Nunca aposté por mi derrota, pero contigo sólo puedo perder. Siempre pierdo.
Aposté por ti. Pensé que podrías hacerme feliz. Ahí es nada. Hubo un momento en que casi lo lograste. Lo hubiéramos conseguido, a no ser por un insignificante detalle.
En aquel entonces no habría podido imaginarme cuánto dolor soy capaz de soportar. Ahora da igual. Está bien. Siempre es bueno saberlo. Eso, y el límite de la paciencia. Y yo no sé si es que la mía no tiene límite, o es que a partir de cruzar cierta línea, se llama cobardía. Pero no pudimos hacer otra cosa. Llegó ese momento en el que quieres llorar, pero no te quedan lágrimas. Quieres reír, pero te lanzas a romperte el puño contra la pared. Cuando quieres dormir, pero sólo puedes estrujar tu cabeza contra la almohada. Y dejas de sentir. Dejas de latir. Intentas no respirar. Y ya está. Ya pasó. Todo pasa, dicen.
Te fuiste. Supongo que te sentirías bien. Incluso alguien mejor que yo. Recuérdate entonces, y mírate ahora. Decías que eras quien eras gracias a mí. Igual aún lo dices, mientras cuentas este viejo cuento a alguna de las almas que quieran escucharte. Si es que la cuentas.
Nos quedan cicatrices, yo siempre trato de ocultarlas. Algunas están intentando curarse, cicatrizar. A veces alguna brisa del mar de febrero nos vuelve a abrir las heridas, nos devuelve a aquel lugar. Pero ya no importa. Me siento tan lejos de ti, como de nuestro pasado.
Quizá no te vuelvas a tropezar con mi sonrisa,
pero no protagonizarás ni una lágrima más.
Aposté por ti. Pensé que podrías hacerme feliz. Ahí es nada. Hubo un momento en que casi lo lograste. Lo hubiéramos conseguido, a no ser por un insignificante detalle.
En aquel entonces no habría podido imaginarme cuánto dolor soy capaz de soportar. Ahora da igual. Está bien. Siempre es bueno saberlo. Eso, y el límite de la paciencia. Y yo no sé si es que la mía no tiene límite, o es que a partir de cruzar cierta línea, se llama cobardía. Pero no pudimos hacer otra cosa. Llegó ese momento en el que quieres llorar, pero no te quedan lágrimas. Quieres reír, pero te lanzas a romperte el puño contra la pared. Cuando quieres dormir, pero sólo puedes estrujar tu cabeza contra la almohada. Y dejas de sentir. Dejas de latir. Intentas no respirar. Y ya está. Ya pasó. Todo pasa, dicen.
Te fuiste. Supongo que te sentirías bien. Incluso alguien mejor que yo. Recuérdate entonces, y mírate ahora. Decías que eras quien eras gracias a mí. Igual aún lo dices, mientras cuentas este viejo cuento a alguna de las almas que quieran escucharte. Si es que la cuentas.
Nos quedan cicatrices, yo siempre trato de ocultarlas. Algunas están intentando curarse, cicatrizar. A veces alguna brisa del mar de febrero nos vuelve a abrir las heridas, nos devuelve a aquel lugar. Pero ya no importa. Me siento tan lejos de ti, como de nuestro pasado.
Quizá no te vuelvas a tropezar con mi sonrisa,
pero no protagonizarás ni una lágrima más.
Otoño de 2008
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